Cuando en la primera década de este siglo inicié mis prácticas de médico en este Hospital Juárez, que fue para mí el libro valioso en el que diariamente encontraba nuevas enseñanzas, recuerdo haber asistido en mi carácter de practicante supernumerario, que cursaba el primer año de la carrera, como siemple expectador, al igual que las pacientes de la sala, al para mi espectáculo de una mujer que estaba próxima a ser madre. La enferma había permanecido durante los días anteriores en la misma cama donde tal vez había muerto, por alguna infección grave de otra paciente, y estaba rodeada por otras con manifestaciones claras de infecciones localizadas o generalizadas.
La cama había sido transladada al centro de la sala y, en ella, la paciente, en medio de la expectación de todos los que la rodeábamos, lanzaba intensos gritos de dolor, entremezclados de palabras lastimeras con las que pedía auxilio para su situación.
Llena de angustia, de terror, apenas si hacía caso de las sugestiones que en alta voz le hacían las curiosas que estorbaban el ir y venir de la somnoliente veladora, que hacía repetidos viajes para proporcionar al médico lo que iba solicitando. Y en esa cama, a la escasa luz de la sala, complementada por una lámpara de petróleo, que yo enfocaba acatando las órdenes del practicante, sin un ápice de asepsia, sin rasurar la vulva, lavada con jabón y solución de permanganato de potasio, se practicó un lavado vaginal con la misma solución.
